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viernes, 7 de noviembre de 2014

INDOEUROPEOS. EN BUSCA DEL ORIGEN COMÚN

En 1816 el filólogo alemán Franz Bopp descubrió que una serie de lenguas aparentemente muy diferentes, como el persa, el sánscrito, el germánico, el latín o el griego, proceden de una lengua única y primigenia a la que dio el nombre de indoeuropeo. Poco después el danés Rask añadió a esta lista el eslavo y el celta, sumándose luego el albanés, el armenio, el lituano, y otras antiguas lenguas de Asia Menor como el hitita o el tocario. Desde entonces muchos filólogos e historiadores han escudriñado las huellas del pasado, en la esperanza de hallar un nexo común e identificar el origen del pueblo que comenzó a comunicarse con aquella lengua ancestral.

La búsqueda se ha visto viciada por diversas clases de prejuicios, mezclándose demasiado a menudo los conceptos de lengua y raza, a veces para servir intereses políticos que una vez desenmascarados, resultan abominables. De esta forma, los prejuicios nacionalistas llevaron a situar en Alemania la cuna de los indoeuropeos, identificados con tipos raciales germánicos, olvidando por ejemplo que los gitanos perseguidos en nombre de la pureza racial, hablan también una lengua indoeuropea, procedente de la península indostánica. Durante mucho tiempo se pretendió reconstruir el primitivo idioma, llegando Augusto Frick al extremo de lo grotesco, traduciendo al “indoeuropeo” el padrenuestro.


Siguiendo al filólogo Francisco Rodríguez Adrados, podemos fijar las características de las antiguas culturas que precedieron a las invasiones indoeuropeas. La principal conclusión es que desde los comienzos del Neolítico, hacia el año 7000 a.C., existía en la región de los Balcanes y el Danubio, de Grecia y el Egeo, de Ucrania hasta el Dnieper, del litoral de Asia Menor al sur de Italia, una cultura agrícola (o una serie de ellas) muy avanzada. Las dataciones con carbono-14 demuestran que son tan antiguas como las de Mesopotamia, y no son derivadas de estas. Son en conjunto lo que Marija Gimbutas ha llamado antigua cultura europea, que existió en las regiones citadas durante el Neolítico y el Calcolítico, en que a partir del 5500 a.C. comenzó a utilizarse el cobre. Estos pueblos preindoeuropeos practicaban una agricultura intensiva en los valles, habían domesticado a los animales con excepción del caballo, habían desarrollado la cerámica y los trabajos en hueso y en piedra.


Conocemos que su panteón religioso estaba presidido por la gran diosa madre, promotora de la fecundidad y representada hasta la saciedad con los rasgos sexuales acentuados, acompañada a veces de elementos animales como las serpientes, las aves, el oso la cerda o la abeja. Los elementos religiosos masculinos quedarían en este primer periodo relegados a un papel secundario, si bien, con la irrupción del caballo, el hierro y la rueda en los escenarios bélicos, y la consiguiente expansión de los pueblos poseedores de tales herramientas, el dios-macho pasó a dominar la esfera espiritual, representándose a través de símbolos como el cabrón, el toro, el cuerno, el pilar y otros motivos fálicos. El caballo, principal protagonista del nuevo orden en la expansión indoeuropea, procede de las estepas de Rusia y Asia Central. Hay una serie de palabras comunes para designarlo: equus en latín, hippos en griego, asvas en sánscrito, como las hay comunes para la rueda: rota en latín, ratas en lituano, rad en alemán, o para carro, hierro, oveja, toro, cerdo, perro, agua, carne, leche, vino y un largo etcétera.

Entre los prehistoriadotes dominó desde principios del pasado siglo, sobre todo en Alemania, la idea de que los indoeuropeos procedían de las culturas neolíticas de Sajonia y Dinamarca. En la década de los treinta, una reacción promovida por los arqueólogos ingleses Peake y Childe, trasladó la patria de los indoeuropeos a las estepas rusas. Marija Gimbutas suscribe esta hipótesis, y sitúa el origen de los pueblos indoeuropeos en la cultura de los kurganes, unos túmulos neolíticos entre el Don y los Urales. Aunque la paleontología lingüística no termina de resolver el problema, sugiere un territorio interior, no litoral, situado en el Norte o el Nordeste. Abona esta opinión el hecho de que en el indoeuropeo primitivo no existen palabras para designar el mar, ni para animales o plantas mediterráneos, asiáticos o del Occidente europeo, tales como conejo, liebre o acebo…


No obstante, ni la arqueología ni la paleontología lingüística son capaces de proporcionar certezas absolutas. Las sucesivas oleadas migratorias protagonizadas por los nómadas de Asia Central que han llegado hasta épocas históricas, y las diferentes invasiones de territorios, no contribuyen precisamente a aclarar el panorama. En cualquier caso, el grupo lingüístico indoeuropeo ha experimentado en los últimos 7000 años una expansión geográfica que llega a eclipsar el desarrollo de los otros grandes grupos: semítico y chino. El griego y el latín han sido durante muchos siglos, los principales vehículos de lo que llamamos la cultura occidental. En la etapa histórica más reciente, lenguas indoeuropeas modernas como el inglés o el español, se han convertido en las formas de expresión predominantes en grandes áreas del planeta.

Yo no hablo inglés, ni Dios lo “premita”. Lola Flores.



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