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jueves, 25 de junio de 2015

REGRESO A BERLIN Y A LOS VIEJOS RECUERDOS


Siempre se vuelve a Berlín. Tiene un imán más poderoso que Jomeini, y más efectivo, aunque menos popular, que el de la calderilla en la fontana romana. El verano de Berlín nunca defrauda. El profe se encontró con esos 25 o 26º C tan típicos de la capital alemana, y con la brisa vivificante que obsequia el Báltico, siempre caritativo con el viajero meridional. Bigotini encontró Berlín tal como la recordaba. Curiosamente suele aplicarse a Berlín el masculino: el Berlín oriental, el Berlín de antes de la guerra… Aquí preferimos el femenino, porque contra la general opinión, la capital berlinesa tiene cierto aire de amante despechada, de cantante de cabaret, de novia a la fuga, de princesa descarriada…


Berlín estaba tan cambiada, y a la vez tan fiel a sí misma como la recordábamos. Otra vez hemos recorrido los patios de Oranienburg, cerca de la Sinagoga, con sus fragantes flores y sus muchachas tristes. Otra vez nos hemos perdido y nos hemos confundido con la muchedumbre en la abigarrada y cosmopolita Alexanderplatz. Hemos vuelto a recorrer las tiendas y los patios laberínticos del viejo barrio judío, y otra vez nos hemos demorado esperando el tranvía junto a las reinas de la noche, o esperando el tren en una de esas estaciones de metro alicatadas hasta el techo del milagro comunista.


No hemos olvidado pasar bajo la puerta de Brandemburgo, imaginando los ecos hoy apagados, de desfiles, banderas y terrores. No hemos olvidado saltar el muro derribado en el Check point Charlie. No hemos olvidado volver al Pergamonmusseum, para ascender la ancha escalinata del templo de Pérgamo, traspasar las monumentales puertas de Istar, las del mercado de Mileto o las de la casa de Alepo. Es como caminar con paso decidido hacia un pasado remoto, evocando viejos recuerdos inexistentes y a la vez vivos, de la memoria común universal. También hemos admirado las delicadas colecciones de antigüedades egipcias, orientales y grecorromanas del Altesmusseum.


Berlín es también música. En cualquier café de Alexanderplatz o en cualquier terraza que ilumine un tímido rayo de sol, uno se reencuentra con las piezas del repertorio clásico y popular, ejecutadas con ese ritmo sincopado, casi pizzicato, que saben imprimir los intérpretes del Este. En el Viva Zapata o en los caóticos bares de la zona alternativa, hallamos el contrapunto punk y el grito antisistema. Los coloridos patios conducen mediante un dédalo laberíntico, a viejas casas bombardeadas y locales inhabitables, convertidos en improvisadas galerías de arte y en bares de los okupas neomilenarios. Allí se dan cita las cervezas de medio litro y el spray grafitero, la artesanía tradicional y el arte-basura de la posmodernidad. En los parques, las armonías de Richard Strauss, en las interminables avenidas, la grandilocuencia de Wagner. De noche tiene Berlín una música silenciosa. Ese aire un poco triste de sus barrios orientales, con grandes avenidas de nombres como Karl Marx o Rosa Luxembourg, que suenan a aclamación, bordeadas de espesas colmenas donde las ventanas uniformes e infinitas, evocan intensamente las casas sindicales del franquismo español. Cosas de las dictaduras, que todas tienen sus lugares y sus símbolos comunes.


Convive esa Berlín proletaria y anticuada de la espiga, el martillo y las consignas revolucionarias esculpidas en el pavimento, con la Berlín ultramoderna del Sony Center y la zona comercial de Ku-Dam. Lujosas boutiques que llaman al consumo lujurioso y desatado del occidente capitalista y manirroto. Conviven también en Berlín las modestas bicicletas una y mil veces reparadas, con sus timbres cosquilleando los oídos del paseante, con los automóviles lujosos, descapotables lascivos que huelen a cuero y a triunfo. Está también la vieja Berlín imperial con sus amplias avenidas dieciochescas, sus espléndidos palacios, sus jardines, sus museos y bibliotecas. Cuidadas colecciones atesoradas por aventureros ávidos de expolio y piratería. Tesoros comprados con el dinero de la rancia, decadente, imperialista, despótica y acaso un poco ridícula vieja Europa. La oronda ninfa a lomos del semental, y los tripudos emperadores de opereta mirando a los turistas desde sus altos pedestales. Encaramados en imposibles corceles de piedra, los Guillermos, los Federicos, los kaíseres decrépitos, guiñan sus ojos pétreos a las japonesitas, mientras ellas fotografían un primer plano de los genitales del caballo.

En la gastronomía berlinesa perviven los trazos fuertes de la cocina tradicional, los imprescindibles codillos, guisos y kartofelsoupes, con reinterpretaciones de lo clásico más al gusto de los tiempos. Hay que detenerse en la recreación del cochinillo crujiente que hacen en Refugium, cerca de Friedrihstrasse, en la zona de UnterDenLinden, que en los últimos años ha pasado de ser un decadente paseo del Este, a convertirse en la principal arteria de la modernidad berlinesa, donde van los chicos y chicas guapas a ver y dejarse ver. Es notable en ese sector un local llamado Va Piano, donde sirven imaginativas ensaladas y cócteles exóticos en un ambiente selecto. En la misma galería que este último, existe otro local especializado en la degustación de cigarros habanos de excepcional calidad, que se acompañan de licores fuertes. Tampoco defraudan al comensal los restaurantes del laberinto de patios de Oranienburg que recomiendan las guías. En el Hackescher Hof (Rosenthalerstrasse, 40) nos recreamos con un risotto cremosísimo, unos calamares rellenos y un steak tartar que no se olvidan fácilmente. Inolvidable también un local llamado Umspannwerk Ost (Palisandenstrasse, 48), restaurante que ocupa una antigua fábrica aneja al Teatro del Crimen, en la parte alta de Lansberger Alle, periferia de Alexanderplatz. Es un local de moda al que acuden los berlineses después de asistir al teatro especializado en obras policiacas y de misterio.


Pero no puede visitarse Berlín sin asomarse a sus fogones y sus cazuelas tradicionales. Un buen codillo cocido, contundente y jugoso, con su puré salpicado de picadillo, no se olvidará fácilmente, sobre todo si se acompaña de una gran cerveza bávara ligeramente amarga, o de una espumosa y densa cerveza negra del país. Si el viajero, cegado por la gula, comete el error de zamparse la col fermentada del acompañamiento, aseguramos que la tendrá presente durante el resto del viaje. El lugar más adecuado para estos y otros excesos parecidos es sin duda el Zur Gerichtslaube, en Poststrasse 28, muy cerca de la Rathaus de Alexanderplatz. Se trata de un clásico biergarten instalado en el antiguo edificio de los juzgados berlineses del siglo XIII. Tampoco conviene dejar de probar las especiadas salchichas callejeras, las célebres currywurts, acompañadas o no de sus salsas pringosas, sus patatas y su inseparable jarra de cerveza. En este apartado de comida callejera hay que añadir las sopas. Especial relevancia tiene una modesta casa de comidas de nombre Suppenbörse, en Dorotheenstrasse 43, sector Friedrichstrasse-Universidad. Ofrece cada semana seis nuevas recetas de sopas de los cinco continentes.

El profe Bigotini llegó a Berlín en avión y lo abandonó en ferrocarril. Lo dejamos por ahora en el espacioso andén de la Haupbahnhof berlinesa, con sus grandes cristaleras, mientras el tibio sol del verano acaricia suavemente a nuestro sentimental viajero y a las gentes que esperan en un silencio más propio de una catedral que de una estación. Bigotini saca el pañuelo del bolsillo. ¿Acaso una furtiva lágrima? No amigos, es un leve catarro producto de la brisa del Báltico. Claro que con esa nariz enorme, el estruendo es fenomenal. El mágico silencio se ha roto, y aparece a lo lejos el tren…

La mejor manera de asegurarse de tomar un tren es perder el anterior. Enrique Jardiel Poncela.



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