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miércoles, 25 de noviembre de 2015

DOS ESPAÑAS Y DOS IGLESIAS. LA GUERRA DE LOS CURAS

Ferrer Dalmau. Carlista cargando
Hay pocas imágenes tan afortunadas como la de las dos Españas, para describir el fraccionamiento político y social que ha sufrido nuestro país en los dos últimos siglos. La iglesia católica y los eclesiásticos no han sido ajenos a esta división fratricida. Desde el blog del profe Bigotini nos proponemos hoy contribuir, modesta y brevemente, a ilustrar el papel de los curas en los avatares de este periodo convulso.
Si bien el caldo de cultivo llevaba tiempo cociéndose, el primer episodio visible de la división eclesial lo encontramos en 1794, en que se promulgó la bula papal Auctorem fidei, condenando el tímidamente reformador Sínodo de Pistoia. Ninguna diferencia doctrinal separaba a los contendientes. Ambos bandos se declaraban partidarios de que el catolicismo fuese la religión oficial del Estado, pero para los tradicionalistas, sólo era posible conservando sus privilegios, mientras que los reformistas se avenían a adaptar su organización a la nueva realidad. Los ánimos se exaltaron hasta el punto de que los conservadores acusaron de herejía a los partidarios del cambio.

Casado de Alisal. Cortes de Cádiz

El sector tradicional era mayoritario, pues agrupaba a los obispos y a la práctica totalidad del clero regular. Sin embargo, los progresistas, aunque pocos, tenían más peso intelectual, por ser la élite eclesiástica, canónigos, teólogos y profesores universitarios. La guerra contra los franceses, iniciada en 1810, y la Constitución de Cádiz de 1812, jugaron a favor de los reformistas. De los trescientos diputados de Cádiz, ochenta y siete eran clérigos. Entre ellos hubo importantes reformistas como Villanueva, Espiga o Muñoz Torrero, que inclinaron a los liberales gaditanos hacia la renovación eclesial. Los tradicionalistas dirigieron su ira primero hacia Napoleón, a quien consideraban el mismo demonio. Terminada la guerra, concentraron sus anatemas en el liberalismo y los liberales, defendiendo la Inquisición como el más seguro baluarte de nuestra religión y de nuestra fe.


Con la restauración de la monarquía absoluta de Fernando VII en 1814, vuelve a triunfar el integrismo religioso y vuelve la Inquisición. Un exaltado cura tradicionalista predica que Fernando encenderá la pira sobre la que los perjuros de nuestra religión y nuestro bautismo serán consumidos. Villanueva y otros clérigos reformistas son encarcelados. La Iglesia fernandina ofrece uno de los panoramas más negros de aquella España negra. Triunfa el tradicionalismo más rancio, los sospechosos de progresismo son encausados por el Santo Tribunal. El papado colabora con la corona, y acceden a la dignidad episcopal los reaccionarios más exaltados, como Inguanzo, Arias Tejeiro, Strauch o Creus.


Para 1820, cuando triunfa la revolución liberal de Rafael del Riego, la atmósfera política y la eclesiástica se han cargado de tal modo, que ya es imposible cualquier intento de conciliación. Las famosas dos Españas están ya activas y en marcha. Liberales como Muñoz Torrero, Villanueva y Llorente vuelven del exilio o de la cárcel. Muchos clérigos progresistas se afilian a las Sociedades Patrióticas, y en enero de 1823 el reformador Llorente presenta un revolucionario plan de reorganización de la Iglesia. Las Cortes expulsan de sus diócesis a los obispos de Oviedo, León, Salamanca, Tarazona, Valencia, Cádiz y Málaga. El intento contrarrevolucionario de Urgel exalta los ánimos del pueblo en armas. Se detiene a los frailes, se cierran conventos en Barcelona, se saquean monasterios, y por primera vez son fusilados más de cincuenta curas, entre ellos el obispo de Vich.


El cura Santa Cruz
Cuando el ejército extranjero de los Cien mil hijos de San Luis entroniza de nuevo a Fernando VII, la venganza no se hace esperar. Algunos de los más radicales integristas organizan Juntas de Fe y sociedades secretas como la llamada El Ángel Exterminador, que siembran el terror entre quienes han tenido algo que ver con el liberalismo. Los sospechosos de lasitud religiosa son perseguidos ferozmente, se celebran rosarios multitudinarios y, entre 1823 y 1833, el llamado decenio negro, aumentan de forma espectacular las vocaciones religiosas, que habían caído en el periodo anterior. Mientras en Europa (advierta el lector que no escribo “el resto de Europa”, porque precisamente entonces se cerró la frontera moral de los Pirineos) se abre paso la concordia, en la España fernandina impera el oscurantismo. El incipiente ambiente reformista de ciertos sectores eclesiásticos de principios del XIX, se diluye, arrinconado por los tradicionalistas triunfantes. El obispo de Astorga, Torres Amat, acaso el último clérigo reformador de su tiempo, envejece clamando en el desierto.

Seminaristas armados. 1936

El clero español, que rechazó la oportunidad de adaptarse a los nuevos tiempos, quedó, salvo contadas y testimoniales excepciones, definitivamente anclado en el inmovilismo. Con las guerras carlistas llegarían los curas trabucaires, algunos de ellos precursores de retrógrados provincianismos en Cataluña, Galicia, Navarra y Guipúzcoa. Con el desastre finisecular del 98, cobró fuerza el anticlericalismo visceral de media España. Con el franquismo asistiríamos al advenimiento del nacional catolicismo
En fin, mal asunto. Ya veis que la Iglesia participó activamente de los vaivenes y las miserias de nuestra reciente Historia. Se recoge lo que se siembra, y no parece que la cizaña engendre buenas cosechas.

Reconforta ver como poco a poco el hombre ha ido dando rienda suelta a su libertad para limitarse. Mafalda.



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