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martes, 2 de febrero de 2016

VIENA. EL BELLO DANUBIO AZUL


El viejo profe Bigotini y sus dos bellísimas acompañantes cuyas identidades no nos permite desvelar en este foro abierto, visitaron Viena durante un cálido verano. Viena es sin duda la más imperial de todas las ciudades imperiales del mundo. También es la capital de la música. Valses, polcas, marchas, polonesas… Viena entera es como el foso de una gran orquesta sinfónica. Mozart en la Ópera y algún cuarteto de cuerda durante una apacible tarde en los jardines de Belvedere pueden servir muy bien como aperitivo musical.


Como es sabido, el profe es todo un bon vivant de refinado paladar y temperamento epicúreo. Como improvisada guía turística, tomamos un par de páginas de su diario de viajes. Esperamos que sirvan de orientación a nuestros fieles seguidores. Bon voyage y sobre todo bon apetit.


Por la mañana temprano, después de un improvisado desayuno callejero, nos plantamos a las puertas de la famosa Escuela española de equitación y de los celebérrimos museos de la kaiserina Elisabetta, conocida entre nosotros que tenemos más confianza, con el familiar apodo de emperatriz Sisí. Si, si, como lo estás leyendo.
Pasamos revista a las vajillas imperiales, las imperiales cuberterías, los aposentos imperiales y hasta los imperiales retretes. Una espectacular, nostálgica (e imperial) vuelta al glorioso pasado austro-húngaro entre gasas, tules, porcelanas y oropeles, aderezada con una pizca de esa inefable cursilería pangermánica que también alcanza a las gentes de por aquí. Y es que en todas partes cuecen habas y en Europa, lo mismo que en nuestra querida piel de toro, hay más tontos que botellines.
Al terminar con el palacio de Sisí, visita al parlamento austriaco y al ayuntamiento, con paseo por los jardines y cervecita fresca incluida. Luego comida en el lujoso e incomparable marco del Café Central (algún lujo hay que permitirse); y tras la sobremesa, vuelta al tajo (mejor dicho, al Danubio). Vista panorámica sobre el río, barrio judío y finalmente cena detrás de la catedral, en un restaurante con terraza callejera, bullicioso y lleno hasta la bandera. Especialidades del país (delicioso snitzel de grandes proporciones), cervezas y al hotel, que la vida del pobre turista es dura.


En apenas el tercer día, tenemos ya Viena casi completamente dominada. Con el metro se llega a cualquier parte por lejana que sea, en un periquete.
Después de desayunar vamos a mirar escaparates a Maria-Hilferstrae, la avenida donde están las tiendas lujosas y los centros comerciales. Desembocamos en Karlplaz, y llegamos al barrio del mercado, uno de los más típicos de Viena. Tras recorrer los puestos y hacer fotos (hay un montón de alimentos exóticos y coloristas), reparamos fuerzas en el Strandhaus restaurant, excelente establecimiento especializado en pescados. Gambas, mejillones, pastel de marisco, calamares, salpicón, salmón en salsa… todo muy rico. Lo regamos con un delicioso G’spriztel, un vino ligero, frizzante, seco y frío, muy apropiado para pescados.

Tras una breve sobremesa tomamos el metro hacia el Prater. Mirad, ahí está la célebre noria. Pero no es la misma y tampoco el parque es el mismo. El Prater de El tercer hombre tenía el aire triste y melancólico de ciudad ocupada y postguerrista. Ahora se ha convertido en una Disneylandia para chachas y soldados, con aroma a feria de pueblo. Tiene un encanto distinto, pero encanto al fin. Es alegre y divertido. Risas de niños, besos de novios… Por todas partes rebosa vida el Prater vienés. Subida obligada a la histórica noria. Más fotos. Paseo por el recinto ferial.
Buscamos al salir del Prater dónde cenar, y acabamos en una zona en que la guía aconseja una docena de buenos establecimientos. Tras un detenidísimo estudio de las cartas y los menús, nos decidimos por la espléndida terraza del Gasthaus Pfudl (en el número 22 de Baeckerstrae). Una joya. Tabla de quesos, steack tartar y un wiennersnitzel suave y delicioso. Pequeños placeres y grandes alegrías.

Mañana museística. En la Albertinnegallerie, prestigiosa pinacoteca vienesa, hemos admirado dos colecciones magníficas de pintores del siglo XX. Después hemos almorzado en el Café de la Ópera, un ambiente lujoso y exclusivo. Largos paseos por la tarde con algunas paradas para descansar, entre otras, la obligada en los jardines Belvedere.
Para terminar el día, una cena insólita en el Indochina-21 (18 de Stubenring), un sitio de cocina franco-vietnamita que ostenta nada menos que una estrella Michelín. Cena opípara: gambas-tigre, arroces, pato Saigón, laudels… Todo delicioso.


Nada más levantarnos hemos decidido (y ha sido una sabia decisión) visitar el museo del palacio Belvedere. Caminata fatigosa entre cuadros maravillosos y espléndidas obras de arte. Destaca la colección de lienzos de Gustav Klint.
A mediodía comemos en el mercado de Karlplaz. Vamos eligiendo lo que nos apetece de los distintos puestos. Algo improvisado pero sabroso. Volvemos luego al hotel a descansar un instante (el extraordinario metro de Viena nos brinda esta posibilidad, que no hay que desaprovechar). Al asomarnos a la calle en Westbanhof, comprobamos que llueve a mares. Volvemos al hotel. Chubasqueros, paraguas… Al volver a la calle ha parado de llover. El clima vienés es así, ¡que le vamos a hacer!


Souvenirs para los amigos. Compras y más compras en la zona comercial. Después de tomar un refresco junto a la Ópera y comprar unos cedés de óperas de Mozart, consultamos las guías para elegir un buen restaurante. Hay que despedirse de Viena como es debido.
Elegimos el Zum Kuckuck. El nombre es una especie de onomatopeya del cuco, porque el local, tremendamente recargado, tiene entre otras miles de cosas, un montón de relojes de cuco de la Selva Negra. Está en el nº 15 de Himmelpfortgasse, muy cerca de la catedral. Es quizá el restaurante más tradicional de Viena. Tuvo una estrella Michelín y la perdió hace unos años, sin que el chef se suicidara ni nada parecido. Es un sitio encantador y al camarero sólo le falta besarnos a tornillo. La carta es limitada, pero exquisita. Las mejores especialidades de la cocina tradicional vienesa con un toque de autor, dicen las guías. Aperitivos (campari y prosecco) con tapitas de la casa que vienen a ser los platos típicos de Austria en versión mini. Pedimos un tafelzpitzer vienés (reinterpretación del cordón-bleu de toda la vida, pero con una textura crujiente muy original), y una versión inédita del saltimbocca romano, a base de jamón dulce y gelatina de jerez. Todo está exquisito. Una cena memorable y una alegre sobremesa con su toque de elegancia. Extraordinaria despedida de Viena. Salzburgo nos espera, y no conviene hacerla esperar.


No lo entiendo. En los MacDonalds a todo le llaman “mac”: macpollo, macmenú… Sin embargo, a la magdalenas las llaman muffins y no “macdalenas”.



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