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viernes, 22 de abril de 2016

MUNICH. BAVIERA AHOGADA EN CERVEZA


Aunque resulte difícil de creer, nada más llegar a Munich (bueno, a las pocas horas) Bigotini y sus bellas compañeras de viaje fueron capaces de batir su propio record de codillos al horno. Es cuestión de tener mucha, mucha vocación. Escenario el típico restaurante-cervecería bávaro en el casco histórico muniqués. El servicio corre a cargo de hermosas lugareñas de generosos escotes, vestidas con trajes típicos bávaros, el clásico uniforme de cervecera. De vez en cuando en alguna otra mesa, un tipo narizotas con sombrerito tirolés (en realidad, bávaro, se ve que hay diferencia) se arranca con una canción como las que cantan los nazis en las películas de guerra. Cuando termina, medio restaurante rompe a aplaudir emocionado. Los más hábiles aprovechan el estruendo para eructar sin que se note mucho.
El caso es que nos hemos metido entre pecho y espalda tres señores codillos con su guarnición, que no se los saltaba un cura sin sotana. Tremendo, la cosa promete… El Meininger hotel es limpio y tranquilo, con camas hechas al estilo germánico, funda nórdica incluida. Eficiencia alemana. Todo funciona bien. Las puertas de las duchas encajan, las toallas secan, y cada cosa está en su sitio. Hace fresco para julio (18 grados) y tiene toda la pinta de vacaciones con jersey y chubasquero, porque también llueve intermitentemente. En apenas unos minutos hemos hecho fotos y más fotos.

Munich desde los tejados

Munich (pronunciado Munchen en alemán y Múnik en todos los demás idiomas) es la capital de Baviera. Es también la capital de lo que podríamos llamar la Alemania provinciana y profunda. La capital de la cerveza y también la del nazismo. Los muniqueses son grandotes, gordos, rubios, con mofletes colorados y siempre sonrientes. Muy educados. De vez en cuando en los bares te mira un parroquiano y levanta su jarra de cerveza, como brindando desde lejos. Uno responde al gesto con otro de cortesía, pero luego no puedes dejar de mirarle un poco de reojo y ver que el tío te mira de la misma manera. Si tiene bastante edad para eso, no puedes evitar pensar: este ¿a cuantos judíos?...

Visitamos el Museo de Arte Moderno. Pasamos la mañana entre Picassos, Mirós, Kandinskis y un largo etcétera de artistas muy bien representados en estas salas. Hay más obras del siglo XX que en el mismo Berlín. Además, el edificio en sí, ya merece por propios méritos la visita. En el contenido destaca una sala dedicada a Max Beckmann, uno de los principales artistas del expresionismo alemán de entreguerras. Tras la visita un refrigerio en la cafetería del museo y luego tarde de paseo por la ciudad. La parte turística no es muy extensa, la verdad. Es algo común a muchas ciudades alemanas. En la guerra las deshicieron a bombardeos, y después no restauraron más que las zonas históricas de más valor. El resto es todo moderno. Tomamos unas cervezas en los puestos callejeros de la plaza del mercado (visita obligada para cualquier turista). Cena en el célebre local de la cervecería de los agustinos, que está en la calle principal que va de la puerta vieja a la catedral. Casi todo lo que merece la pena en Munich está por allí, de manera que me ahorraré poner las direcciones de los sitios, porque todo, todo está en esa media docena de calles. En cuanto al restaurante de los agustinos, la cosa tiene tela. Ayer batimos de largo el record de codillos. Hoy hemos pulverizado el de salchichas. Las había de muchas clases diferentes, y he perdido la cuenta de las que nos hemos zampado. Pues oye, tan panchos.

Residencia del príncipe elector de Baviera

En el desayuno las frutas y los embutidos, aseguran combustible suficiente para emprender las jornadas de duro deambular por calles, callejas, plazas y plazuelas. Visitamos el Palacio-Residencia del príncipe elector de Baviera. Un recorrido por lujosos salones, espejo de la pasada gloria bávara. El palacio fue casi completamente destruido durante la guerra, y reconstruido después admirablemente. Tras la agotadora visita, aperitivo en el famoso Café de la Ópera, y después comida en la plaza del mercado. Cervezas, salchichas y carnes del país. Un festival de espuma y colesterol amenizado por simpáticos acordeonistas, más voluntariosos que acertados. Risas y más risas. ¿Se puede pedir más? Para terminar, opípara cena en el Franciskaner Garden, un típico restaurante con patio interior en la zona pijo-comercial. Excelentes las carnes (Munich-snitchell, codillo cocido y codillo asado) con guarniciones más elaboradas y variadas que en los demás sitios.

Las terrazas muniquesas
Alquilamos un coche para recorrer Baviera. Un Dodge-berlina nuevo y grandote, muy al gusto alemán. Autopista y manta. Llegamos a Nüremberg, la del famoso juicio. Ciudad imperial donde las haya, el casco histórico de la Nuremberga barroca, está conservado brillantemente. La iglesia-catedral de San Lorenzo, del gótico centroeuropeo más puro, impresiona por su grandeza.
Las grandes ciudades alemanas (Berlín, Franfurt, Hamburgo, Hannover o la misma Munich) fueron literalmente reducidas a cenizas por los bombardeos aliados. Durante el milagro alemán, con un esfuerzo admirable, sus habitantes reconstruyeron lo que pudieron, catedrales, ayuntamientos y algún palacio. Casi todo lo demás es moderno y de escaso interés turístico. Sin embargo, las ciudades pequeñas (Bremen, Nüremberg, Ratisbona, etc.) se libraron de la destrucción, por eso deparan al turista mayores satisfacciones. Berlín es un caso excepcional, porque a pesar de que quedó completamente arrasada, es la gran metrópoli no sólo de Alemania, sino de toda la Europa central. En Berlín tanto los del oeste como los del este, se esmeraron en hacer la reconstrucción de tal manera, que con eso y con la vida ciudadana que le prestan los berlineses (gentes tan apacibles y refinadas, que ni parecen alemanes), resulta ya un destino imprescindible para cualquier viajero.
En Nüremberg probamos más especialidades bávaras: steack tartar y un fiambre muy original a base de cerdo cocido y gelatina de castañas que quita el hipo. Terminamos por la tarde el recorrido turístico de la vieja ciudad, y vuelta a la carretera. Llegamos a Munich a tiempo de cenar en un italiano (hay que descansar de tanto cerdo). Entrantes, ensaladas y pastas muy bien condimentadas. Mañana seguiremos la ruta turística.

Nüremberg

En nuestro coche-tanque enfilamos el camino de Ratisbona (en alemán Regensburg), una pequeña joya engastada en la corona bávara.
En Ratisbona todo es típico. Las calles son típicas, las casas son típicas (seguimos haciendo fotos). Magnífica la catedral y fabulosas las vistas del Danubio desde el puente medieval. Comemos en la famosa hostería del siglo XII donde sirven las mundialmente célebres salchichas de Ratisbona. Aquí las ponen con una guarnición de cebolla confitada. Nos zampamos media docena por barba, acompañándolas de ricas cervezas que (como en las demás cervecerías típicas de Baviera) fabrican ellos mismos. Se come en la terraza al aire libre, junto al Danubio, en unas largas mesas de madera con bancos corridos. Parece ser que lo clásico es comer las salchichas con las manos, así que en la hostería han perfeccionado la técnica del trapo húmedo. Cada poco rato (tres o cuatro veces a lo largo de la comida) aparece una camarera con toallas limpias, calientes y humeantes, y te cambia las anteriores. No es que sea muy chic, pero es la mar de práctico.

Ratisbona desde el Danubio

De vuelta en Munich, y después de devolver el auto en la agencia, damos el enésimo garbeo por el casco histórico y tomamos algún refresco. En el trayecto del tranvía hemos visto las noches pasadas el Biergarten donde se celebraba hasta hace pocos años la Ocktoberfest. Luego se ve que la fiesta se hizo tan multitudinaria que tuvieron que trasladarla a una especie de feria en las afueras. Nos decidimos pues a probar el Biergarten. Allí, en una mesa situada estratégicamente en el mirador desde el que se dominan los jardines, y con la caricia de una brisa tan reconfortante, que a última hora nos ha obligado a ponernos una chaqueta, nos hemos despedido de Munich y la cocina muniquesa a base de codillo, cerdito lechal al horno y espectacular tabla de quesos. Para terminar, el clásico apffelstrudel calentito. Un festín, muchas risas y gran diversión de chicos y grandes. ¡Que bien!

El amor es como las cajas de cerillas, que desde el primer momento sabemos que se nos tiene que acabar, y se nos acaba cuando menos lo esperamos. Enrique Jardiel Poncela.



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