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miércoles, 7 de diciembre de 2016

LA BALADA DEL SOLITARIO


Me presentó a su hija recién divorciada
Solo. Más vale solo que mal acompañado. El buey suelto bien se lame… Refranes, perlas de la sabiduría popular o fenomenales estupideces, ¿quién sabe? Hay tipos que, como los mellizos, quieren compañía ya desde el útero materno. Sin embargo otros nacemos y morimos solos, ¡qué le vamos a hacer!
A menudo recuerdo a Pat O’Rally. Fuimos compañeros en mi época de poli. Era un irlandés pelirrojo y jovial que no soportaba la soledad. Lo volví a encontrar la temporada que trabajé en San Diego. Yo tenía entonces una bonita oficina en el centro, y por alguna razón que no acierto a comprender, me llovían los asuntos. Comía caliente, dormía mullido, siempre llevaba cien pavos en el bolsillo, y no me faltaba compañía si sabía buscarla en el sitio adecuado. Debía tener tan buen aspecto que hasta el coronel Wallace, un pez gordo de la industria pesquera, me presentó a su hija recién divorciada con intención de pescarme. La carnada era tentadora, pero no mordí el anzuelo. En definitiva, no me iba del todo mal.

-Parece que no te va del todo mal, muchacho, me dijo el bueno de Pat.
-No lo creas, mentí, todo es apariencia, amigo. Sigo bebiendo bourbon barato, y este traje de cincuenta dólares se lo quité a un cadáver.
-Podríamos asociarnos tú y yo, ¿sabes?, siguió. Convirtiéndome en sabueso de alquiler podría perder al fin de vista a mi adorado teniente. ¿Qué me dices?
-Mira Patrick, ya sabes que yo te quiero, pero nuestro amor es imposible.
-Si no quieres un socio, insistió, necesitas al menos un ayudante. Al hermano de mi mujer, como es medio idiota, podrías emplearle a media jornada. Te serviría para hacer los recados por veinte miserables pavos semanales.
-Estaría dispuesto a darle quinientos si se dejara dar una paliza cada sábado.
-¿Para qué querrías pegar a ese pobre chico?
-Para que me devolviera los quinientos, naturalmente…
Pat y yo lo pasábamos bien juntos.

me mostró el cuerpo tendido al pie de la escalera
-Qué bien lo pasamos juntos, muchacho, me dijo otro día. A propósito, un tipo relacionado con la CIA me ha ofrecido trabajo como mercenario en África. Tú y yo podríamos sacar una pasta eliminando negros comunistas en el Congo. Pagan bien, ¿sabes?
-Ya me gano aquí la vida, Pat. No necesito ir por ahí matando a nadie por dinero.
-No se trata de dinero, protestó, es por la patria, chico, por América. Recuerda Pearl Harbor, recuerda Corea. Si no defendemos nuestro país, esos jodidos comunistas se nos comerán crudos. Si no luchamos ahora en el Congo, en Cuba o en Vietnam, el año próximo tendremos que luchar aquí mismo, defendiendo a nuestras mujeres y nuestros hijos. Piensa en el pavo en el horno, en las barras, las estrellas y todo eso…
-Mira Pat, le dije, voy a darte malas noticias: Santa Claus no existe, y Mickey Mouse no es más que un dibujo.
-No tienes corazón, chico, concluyó.
El día siguiente me telefoneó. Alguien se había cargado a la viuda Lennox. Se suponía que yo debía protegerla. Cuando me mostró el cuerpo tendido al pie de la escalera, volví a paladear el amargo sabor del fracaso. Me sentí como la enfermera que aparece con la jeringuilla preparada en pleno funeral.
-Son cosas que pasan, chico, trató de consolarme el bueno de Pat.

supongo que por eso sigo solo
-Son cosas que pasan, me dijo casi sollozando una semana más tarde, aquel teniente cascarrabias del que tanto solía quejarse Pat. Patrick Angus O’Rally murió en acto de servicio, tratando de detener a un ratero en el callejón más inmundo de la ciudad. Esa misma tarde fui a ver a Nora, su viuda. Lloró un rato en mis brazos y me dio su viejo guante de béisbol.
-Él hubiera querido que lo tuvieras tú, explicó sencillamente.
Vivía en una casita con jardín. Debí haber ido inmediatamente a ver a aquel tipo de la CIA que conocía Pat. Matando comunistas por ahí, quizá evitaría que el año próximo se plantaran aquí, en la casita con jardín de Nora. Pero, en fin, como dijo Pat, no tengo corazón. Supongo que por eso sigo solo...

Matar es una estupidez. Nunca debe hacerse nada que no se pueda comentar en la sobremesa. Oscar Wilde.



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