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jueves, 9 de marzo de 2017

MAGGIE WILSON


¿Qué puedo decir de Maggie Wilson? La verdad es que no gran cosa. La primera vez que la vi estaba maniatada en un granero. A una chica que trabaja como croupier no le conviene tener las manos tan largas. Por aquel entonces se llamaba Rita Medina. Cuando encontró a un tipo vulgar y carente de todo atractivo, no lo pensó dos veces. Se casó con él inmediatamente. Sólo le interesaba el apellido, y el de Wilson le pareció la quintaesencia de lo anglosajón, a pesar de que aquel pavo era en realidad medio japonés. Lo abandonó a las dos semanas. La señora Wilson se tiñó el pelo y se lanzó al estrellato, o más bien se estrelló. Empezó actuando en algunos cortos medio pornográficos, y terminó haciendo películas porno por completo. Sácame de este horrible ambiente, cariño, me suplicó angustiada. La saqué aunque no resultó nada fácil.

La Maggie teñida de rubia parecía brillar con luz propia. Tenía la nariz respingona, las tetas respingonas y el culo respingón. Una belleza latina y Wilson a partes iguales. Atesoraba entre sus piernas aromas atlánticos, y ese exquisito sabor acre y un poco ácido que tanto saben apreciar los verdaderos gourmets. Hay ostras que no necesitan limón. Técnicamente Maggie no era una puta, pero lo cierto es que cuando se quitaba las bragas no podías evitar la inquietante sensación que produce el sonido de calderilla que hacen al abrirse las cajas registradoras. Quiero pedirte un gran favor, cariño, solía susurrar después de aplastar su cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche. Un día se enfurruñó conmigo cuando respondí a su ruego con un gesto de fastidio. A partir de entonces no volvió a pedir nada. Era yo (ya sabéis que soy un blandengue) quien al cabo de unos mitutos preguntaba: ¿...y bien? Entonces me contaba sus problemas. Te ayudaré siempre que al hacerlo no incurra en ningún delito, le advertí un día. Más tarde rebajé el listón, llegando a ayudarla en algún que otro delito cuyas víctimas eran declarados delincuentes.

Como era frágil, pero a la vez terriblemente práctica, solía sollozar mientras me pedía que le abotonara el vestido. Tenía una de esas espaldas perfectas que dibujan un corazón desde los hombros al arranque de las nalgas. Tenía también una mirada que sabía hacer irresistible cuando te pedía algún favor. Tenía, en definitiva, algo que te arrastraba a ella una y otra vez, como aquellos remolinos monstruosos que atraían a los marinos de la mitología clásica. Maggie resultaba aún más atractiva vista desde abajo. Cuando se sentaba sobre el piano, tenías que contemplarla como a una diosa en su pedestal, como a una cariátide en el templo. No tenía demasiada voz, pero sabía susurrar como nadie sus melodías suaves y felinas. Al escucharla, se diría que una gatita te acariciaba (se acariciaba) frotándose, delicada y sugerente, contra tus piernas. Un día se destiñó el pelo. Acasó pensó que volviendo a ser morena, transmitía mayor sinceridad. Me abandonó con los ojos vidriosos y una especie de solemnidad un poco cómica. Me obsequió un último beso cálido y húmedo, y luego se perdió en la primera esquina, mientras yo quedé parado entre el tráfico, algo más herido que sorprendido.

Mi amigo Tony Caruso me encontró una noche en el bar con la mirada perdida en el fondo de un vaso vacío. Esa mujer no merece la pena, chico, me dijo. No vale lo que la bala que la matará. Dos meses después supe que había muerto tiroteada. Se metió en un lío importante. Tan importante que tuvo el detalle de no involucrarme en él. Periódicamente, cuando vuelvo a los lugares en que estuvimos juntos, me parece oír a lo lejos el susurro de su voz acariciadora. Entonces la melodía se interrumpe. Suenan disparos y lejanas sirenas. Uno de estos días, me digo, tengo que cambiar de vida...

El día que la mataron Maggie Wilson tuvo suerte. De seis tiros que le “daron”, sólo uno era de muerte.



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