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viernes, 18 de agosto de 2017

EL CASO DEL BUZO QUE NO SABÍA NADAR


Un teléfono sonando de madrugada no presagia nada bueno. Aquella madrugada el mío sonó insistentemente. Por entonces yo era un hombre casado y el teléfono despertó también a mi mujercita. ¡Oh Frank, cariño, quién puede ser capaz de llamar a esta hora!, se quejó bajo las sábanas. Mi jefe me quería en los muelles de Staten Island en media hora. Salí de casa a medio vestir, preguntándome qué demonios habría pasado y quién diablos sería ese Frank.
Cuando llegué ya estaban allí mi jefe, los chicos de la prensa y unas decenas de curiosos. Iluminado por los flashes de los fotógrafos, el forense examinaba el cadáver, un fiambre blanco de mediana edad con un traje completo de hombre rana, gafas de buceo y uno de esos ridículos tubitos de plástico en la boca. Ahogado, fue su dictamen. Ahogado, gado, gado..., repitieron como un eco los chicos de la prensa. Los pulmones están encharcados, explicó el forense. Encharcados, cados, cados..., corroboró el coro de papagayos. El día menos pensado uno la espicha, aventuré esperando la respuesta, y mi jefe aprovechó el silencio sepulcral que siguió para echar a patadas a los reporteros.

Horas más tarde, en el depósito, la desolada viuda no cesaba de repetir entre sollozos, que su difunto marido jamás había tenido un equipo de buceo. Al parecer su guardarropa era más limitado que el vocabulario del correcaminos. Allí mismo la pobrecilla nos hizo una revelación asombrosa: aquel buzo ¡no sabía nadar! ¡Toma!, exclamó mi jefe. ¡Atiza!, exclamé yo. ¡Arrea!, exclamaron al unísono los demás cadáveres del depósito. La viuda se desmayó, mi jefe se encendió un pitillo por el filtro y el encargado de la morgue se arrojó por la ventana. Todavía no puedo explicarme cómo en medio de aquel caos frenético, tuve la suficiente serenidad para darme cuenta de un detalle que hasta entonces había pasado a todos inarvertido: el buzo muerto tenía las aletas y los pies encerrados hasta los tobillos en un pesado bloque de cemento. Mi jefe, que en el fondo era un buen tipo, aunque disfrutara haciéndome la vida imposible, masculló: bfuen trfajo, mfuchacho, mientras intentaba encender el mechero que tenía entre los dientes con el extremo de un cigarrillo apagado, y me ordenó investigar un posible ajuste de cuentas.

La cosa no fue difícil. Mis pesquisas me condujeron a la famosa banda de los encofradores, unos gangsters sin escrúpulos que solían deshacerse de quienes estorbaban su actividad criminal, haciéndoles un pedestal de cemento, y arrojándolos a la bahía del Hudson vestidos con los disfraces más disparatados. En el último año habían ajusticiado de esa forma a dos cowboys, un payaso, un dalai-lama, tres toreros, un supermán, un arzobispo, un cantante de boleros y un Napoleón Bonaparte. Crímenes todos ellos deleznables (acaso con la única excepción del cantante de boleros). El verdadero problema era averiguar quién daba las órdenes a aquellos desalmados, quién estaba detrás de esa siniestra organización. Los tipos estaban relacionados con el negocio de la prostitución, y mi investigación me llevó a un sórdido burdel del Bronx. Hacerme pasar por un cliente corriente me pareció poco original, así que ideé un plan fantástico. Disfrazado de repartidor de cemento, me presenté allí con un enorme bloque al que había practicado previamente unos orificios para introducir los pies. Tal como yo había calculado, aquella innovación les dejó fascinados. Es lo que tiene la tecnología. Un par de tipos de aspecto patibulario me escoltaron con mi bloque a cuestas hasta el despacho del boss. Madame le recibirá en un minuto, dijo uno de ellos, por lo que comencé a sospechar que madame podría ser una mujer.


En efecto, lo era. ¡Qué sagacidad!, pensé con cierta autocomplacencia. Madame era además una belleza rubia con más curvas que una carretera suiza y menos ropa que el armario de un fakir. La rubia era para descubrirse, y la verdad, no se si me descubrí yo mismo o fue ella quien me descubrió, el caso es que al descubrir la trama, me vi descubierto. Descubrió el arma que llevaba oculta y me apuntó con ella. Disparó, vi en su mano el arma humeante, pero descubrí con alivio que la bala había rebotado en mi bloque de cemento. Mi jefe irrumpió en el despacho con otros polis. ¡Cúbreme muchacho!, gritó, pero cómo iba yo a cubrir a nadie después de tanto descubrimiento. Hubo un tiroteo y madame cayó abatida, fin del caso. ¡Buen trabajo, muchacho!, exclamó mi jefe con entusiasmo. Siempre solía decir lo mismo y yo nunca le contestaba. Aquella vez, acaso enternecido al ver como intentaba infructuosamente encenderse un bolígrafo con una calculadora de bolsillo, le respondí: gracias capitán. Él me dijo emocionado: llámame Frank, muchacho, llámame Frank.

Las mujeres son como las traducciones literarias. Si son fieles, no son muy hermosas; y si son hermosas, probablemente no serán muy fieles.



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